Ella está en el horizonte. Camino dos pasos y ella se aleja. Nunca deja que la alcance. ¿Para qué sirve, entonces, la utopía?...para caminar.

martes, 23 de agosto de 2011

El puzzle





Hace un mes empecé un puzzle. Mi primera vez. Mil piezas marrones, melocotón oscuro, anaranjado sombrío. Lo elegí al azar; empecé a abrir los paquetitos de piezas y a buscar los bordes que enmarcarían el proyecto. Creo que tarde dos horas en bucear por la inmensidad de aquellas diminutas piezas. Son todos prácticamente iguales, es más, si enciendo la luz cuando cae la tarde, directamente no puedo identificar las ligerísimas distinciones en el color de las piezas. Difícil, sí.

Ante la ilusión creciente que sientes cuando comienzas algo nuevo, esa emoción inexplicable que sentimos hacia la incertidumbre y que nos invita a soñar, recibí risas. Después, comentarios innecesarios hacia algo tan obvio como que aquello no era fácil, que iba a costarme tiempo y mucha paciencia y, en resumidas cuentas, que me dedicara a otra tarea. La gente es despiadada. Intentan ayudarte de una manera corrosiva. ¿Respuesta? Lo sé, gracias, pero voy a hacerlo. Nadie lo creyó y, curiosamente, tengo la maldita manía de esforzarme en demostrar de lo que soy capaz cuando nadie confía en que sea capaz de hacerlo. Así que, tarde a tarde, empecé a intentar encajar los diferentes lados. No sé cuántas horas le había dedicado (posiblemente algunos días) cuando conseguí formar a los niños del centro de la pintura. No sé cómo explicar sin que suene cursi en exceso la alegría que sentí. Luego el resto parecía asequible después de haber conseguido a los protagonistas.


El fin de semana compré un marco para el puzzle, porque el trozo de madera donde estaba intentando colocarlo se me había quedado pequeño. Hoy tenía la parte inferior y el puzzle iba escalando por los bordes hacia arriba. ¡Sólo 300 piezas, no más!


Y este extraño hábito casi se ha ido al traste por un traspiés, nunca mejor dicho, porque literamente le he dado una suave patada que lo ha mandado al suelo. He comenzado a llorar in so facto. Quien nunca haya intentado unir 1000 piezas de un color marrón de manera incansable no comprenderá mi ataque de pánico al ver los ojitos de los negritos mirándome alrededor de las piezas desparramadas.


Mientras intentaba salvar los restos del naufragio, sólo pensaba una y otra vez en las ganas que tenía de ver colgado el puzzle en la pared de mi habitación para verlo y poderme decir a mí misma: “Lo has hecho tú. Has podido, y es precioso”.


No he podido repararlo al completo, aunque los niños estaban bien encajados y siguen juntos. Todos los bordes se han hecho añicos. Es lo peor, porque me costó toda una tarde de domingo y fue aburridísimo ir comprobando pieza a pieza cómo iba destiñéndose el marrón encontrando una pieza con ese toque de distinción.


Los puzzles son como la misma vida: un caos de piezas mezcladas que, cuando consigues unir, pueden venirse abajo a pesar de tu dedicación y de tu ilusión, volviendo a poner tu corazón patas arriba. Te dan ganas de llorar, una rabia casi incontenible cuando otros no valoran algo que significa mucho para ti. Te dan ganas de apretar con fuerza las piezas, abandonarlo todo y seguir con tu vida, como si ese proyecto inacabado no fuese tan importante.


Pero, como me gusta decir, esto es sólo un aprendizaje. Porque es fácil rendirse al primer traspiés y, si lo piensas bien, pocas personas tienen un puzzle de 1000 piezas en tonos marrones terminado, colgado en su habitación. Sin embargo, los que lo tienen, son especiales.