
Esta semana he estado paseando entre la Historia, más consciente que nunca de que somos sólo una minúscula parte de lo que existe. He visitado Italia, una tierra mágica llena de belleza y enigmas. Una de mis ilusiones era visitar Venecia, la ciudad misteriosa donde el agua bordea las casas, donde vivió el enigmático Casanova y tantas parejas se besaron sobre una góndola que paseaba a lo largo de los canales.

Me sentía como una niña pequeña que va descubriendo un mundo maravilloso y desconocido. Se despertaba mi curiosidad a cada paso que daba, conociendo las leyendas, alimentándome de los secretos de las piedras. Deseé al amor mientras avanzaba entre los pintores que dibujaban la ciudad y vendían su arte de valor incalculable por unos pocos euros, para que los mortales tuviésemos una parte de magia en nuestras paredes.
Es extraño como, de repente, te sientes tan unida a un lugar. Mis ojos no podían dejar de maravillarse contemplando la majestuosidad del Vaticano, escuchando a Benedicto XVI pero, sobre todo, observando como miles de personas se congregaban en la sala para escucharle, como venía gente de todos los puntos imaginables, como un grupo había preparado una canción preciosa, como nosotros nos emocionamos cuando nos mencionó, como escuché hablar en inglés, francés, alemán, español, italiano y polaco y pude ver más allá del fanatismo, de los dogmas, del poder...y encontrar a la esperanza en cada uno de los oídos que recibían las palabras como lluvia sobre la piel.

Roma, inabarcable, romántica, apasionante. Su grandeza, la Fontana di Trevi, donde nos ilusionamos tirando las monedas para regresar, donde nos fotografiamos creyendo en la eternidad de nuestra sonrisa enmarcada entre el mármol y el agua que cae. Las calles llenas, los vendedores de monumentos en miniatura que coleccionamos para llevarnos a casa el Coliseo o la Basílica de San Pedro.

Y entre todos nosotros, los turistas que sacamos fotos cual paparazzi, la realidad se cuela en forma de mendigos. Mendigos, hombres, mujeres, mutilados, con ojos tristes, que se arrodillan en las Iglesias, que llevan a sus niños con ellos, que escriben en cartones que les tapan las caras, que se arrastran por el suelo que han pisado millones de personas, entre los monumentos magníficos que ideó la humanidad para enorgullecerse de sí misma. Mientras ellos piden, nosotros compramos. Mientras ellos dicen
grazie, nosotros pensamos en el próximo destino, en no perder el metro que nos llevará a otro punto por ver.

Pero nunca da tiempo, podríamos pasarnos la vida en un lugar como Italia y no llegar a verla completamente, como no vemos siquiera nuestra propia ciudad en su pequeña grandeza y su gran humildad. Pero al menos, podemos respirar la belleza y sonreír porque existe, y porque tenemos la suerte de poder verla.

Y desear conocerla un poco más. Y anhelar volver a ella...